Entregando la mochila: cuando la diabetes de tu hijo pasa a ser su diabetes

Publicado el 7 de octubre de 2016

Alguna vez escuché por ahí, que las personas nombramos ciertos lugares del camino sólo para hacer más corto el andar: el nacimiento, los primeros pasos, el primer día de clases, etcétera. Cada una de estas marcas deja una huella, algo así como una foto de los momentos trascendentales de la vida, y nos permite hacer nuestra propia línea de tiempo. Para las mamás que nos ha tocado un hijo con diabetes, el día del debut también queda marcado con fuego en la biografía de nuestros pequeños. Conservamos intacto en la memoria los detalles de aquel momento cargado de emociones, como un antes y un después de nuestra vida. Y ocurre también que el temor y la angustia que sentimos al comienzo, se transforma rápidamente en un imperativo de protección, donde volcamos todo nuestro ser hacia un objetivo sublime: que la reciente condición no sea un impedimento para que el niño sea feliz. Comenzamos nuestro caminar de la mano de la diabetes escuchando constantemente sobre lo importante que resulta contar con pacientes informados e involucrados con el tratamiento. Sin embargo, como nuestros niños aún son pequeños, somos frecuentemente nosotros, los padres, quienes asumimos el cuidado y el control en los primeros años. Nos preocupamos de la alimentación, de la coordinación con el colegio, de llevar el registro de las glicemias, de manejar dosis de insulina… y así, un montón de variables que permiten que nuestro chico crezca y se desarrolle sin problemas. Pero el tiempo pasa, y en un abrir y cerrar de ojos nos damos cuenta de que nuestro retoño ya se pincha solo, de que cuenta carbohidratos con bastante precisión, e incluso discute con su médico detalles de su tratamiento. Los años de supervisión y control, aparte de haber permitido mantener la diabetes bajo control, han dado frutos: casi sin darnos cuenta hemos hecho camino al andar. Todo va bien hasta que llega la temida y caprichosa adolescencia, etapa que suele poner a prueba la fortaleza de los padres, agregándole un grado extra de dificultad al complejo arte de la crianza. Comienzan los olvidos, los “me da lata”, los estados de ánimo fluctuantes, y una serie de factores difíciles de manejar (cambios hormonales, mayor libertad a la hora de alimentarse, desorden en los horarios), que le juegan en contra a la diabetes. Además, como ya no son niños, ejercen su derecho a la autonomía, dejándonos muchas veces fuera de juego. Lo errores y caídas son siempre una instancia de crecimiento, y aunque tengamos claro que no podemos privar a nuestros hijos del soberano derecho a ser independientes, a equivocarse, a intentarlo, la diabetes se transforma en el fantasma que puede complicar las cosas. Una simple travesura u olvido de adolescente, como saltarse una medición de glicemia o una dosis de insulina, puede causar un gran impacto en la salud de nuestros chicos. Entonces, lo único que nos queda es tratar de “pasar las riendas” de a poco, en forma gradual. Abandonar ciertas rutinas, traspasar obligaciones, aceptar decisiones. No se trata de que nos desconectemos absolutamente; nuestra condición de padres es de por vida. Sin embargo, podemos estar al lado, supervisando las mediciones de glicemia y los cálculos de dosis de insulina, ofreciendo herramientas para llevar un mejor control, estimulando la práctica de deportes, recordando rutinas. En resumen, sirviendo de apoyo y abriendo la posibilidad de asumir de manera compartida el manejo de la diabetes. Hace algún tiempo atrás, me encontré en el supermercado con un amigo que posee uno de los más sólidos (y cálidos) sitios web sobre diabetes que hay en la red. Junto con saludarme, me lanzó una broma sobre lo poco participativa que yo había estado el último tiempo en las redes sociales que agrupan a personas con diabetes tipo 1. Mi espontánea respuesta me entregó luces sobre un tema que yo me venía cuestionando bastante: “estoy traspasando la diabetes a mi hijo”. Bastó que lo verbalizara para que pudiera mirar la situación desde otra perspectiva. Ya no soy la mamá de un niño con diabetes tipo 1. Gradualmente estoy pasando a ser la mamá de un adulto con diabetes, que maneja su condición de forma autónoma. Aceptar este cambio de estatus puede resultar fuerte, pero al mismo tiempo, muy gratificante. Comprobar que has logrado traspasar herramientas, valores, criterios, da cuenta que tu trabajo como madre si bien no es perfecto, ha permitido que ese pequeñín indefenso esté tomando forma de un adulto capaz de enfrentar la vida de manera sana e integral. Por supuesto que este cambio no se produce de un día para otro, y en algunos momentos sufre retrocesos. Hay días en que la infancia aún asoma y se deja ver en la conducta de nuestros hijos, lo cual requiere, además de paciencia, que ofrezcamos un soporte extra a sus requerimientos. Frente a esos episodios, no debemos perder el buen ánimo, ni sobredimensionar nuestras reacciones. Intentar ser empáticos, asumiendo que hasta para ellos el proceso de maduración trae confusiones, podría ser la actitud más sana. Más temprano que tarde, seremos padres de adultos, y añoraremos el tiempo de su niñez. Por otra parte, experimentar el crecimiento de un hijo implica el aceptar que él va a tener una forma particular de enfrentar la vida, en muchos casos diferente a la nuestra. Respetar (y validar) el modo personal de hacer las cosas, será una nueva lección que debemos enfrentar como padres, evitando la tentación de imponer nuestros estilos y costumbres. Ofrezco esta reflexión a cualquier madre o padre que esté viviendo el proceso. Sigo creyendo que compartir experiencias nos aliviana la carga, y nos permite hacer de la diabetes una condición amigable. Por último, puedo aportar que dentro del mar de nebulosas que afectan a los padres con respecto a la crianza, en este momento de mi vida sólo tengo una certeza: estamos viviendo una etapa que seguro dejará una marca en el camino de nuestro hijo. Se está convirtiendo en un adulto, en un adulto con diabetes tipo 1. La mochila ya está en su espalda, y nuestra misión será ayudarlo a cargarla a ratos, a darle la oportunidad de que tome aire y recargue sus baterías, como quien toma en brazos a niño pequeño cuando está cansado. El resto, está en sus manos.

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